alexa 60 horas sin luz
alexa 60 horas sin luz

60 horas sin luz

Estuve 60 horas sin luz. Con la casa a menos de 10 grados de temperatura porque la calefacción de gas depende de una caldera eléctrica. Los autos atrapados porque los portones son eléctricos. Sin seguridad porque la alarma y el cerco son eléctricos. Sin teléfono porque hoy en día hasta el teléfono se enchufa. La comida del freezer metida en coolers plásticos a los que tuve que ponerles nieve. Los accesos a la casa bloqueados por el hielo. Lo pasé mal. Por suerte tengo suegros de lujo que nos “adoptaron” por varios días. Una casa sin luz es una casa fantasma. Y una calle y un barrio completo sin luz, en la noche, es una experiencia poco simpática en una zona donde los portonazos son una realidad. Sumemos detalles, como el olor que frutas y verduras empiezan a desprender después de pocos días sin refrigeración. O el sonido del único vecino con generador en toda la cuadra, que daba la sensación de volver a los días post 27/F. La nieve que cayó el sábado 15 de julio fue fotogénica, pero las consecuencias de la nevazón fueron angustiantes. Con esas 60 horas de trauma en el cuerpo, me siento con derecho a enojarme con él o todos los responsables. Pero no, la verdad es que no me interesa sumarme al coro de los que se suben por el chorro y ahora piden estatizar la luz o a los que aprovechan la situación para buscar réditos políticos. Prefiero verlo desde otra perspectiva. La de la resiliencia. En mi vida me han tocado los terremotos de 1985 y 2010 -en ambas experiencias pensé que mi vida llegaba hasta ese momento-, la inundación producto de la salida del Mapocho de principios de los ochenta que anegó mi casa, el incendio de la empresa familiar y, ahora, la nevazón que nos tuvo casi tres días sin luz. Como la mayoría de los chilenos, llevo varias catástrofes en el cuerpo. Muchos hemos sido víctimas directas o indirectas de erupciones volcánicas, aluviones, incendios gigantescos, desbordes de ríos, marejadas, sequías, tsunamis y temporales de lluvia. Todos hemos sufrido un terremoto. Excepto huracanes, Chile tiene cada una de las emergencias que existen. Somos un país tocado por la catástrofe. Pero, y aquí vuelvo a esa palabra enunciada algunas líneas atrás, somos un país resiliente. Es decir, poseemos una tremenda capacidad de recuperarnos, de sobreponernos a los más diversos impactos, y volver a tener nuestra capacidad operativa y emocional en pocas horas. De hecho, la Región Metropolitana fue seleccionada en 2014 para ser parte de la red de 100 Ciudades Resilientes (100RC), la cual promueve la Fundación Rockefeller. Una especie de carta de navegación que busca promover una institucionalidad que sea capaz de articular a todos los actores y comunidades para aprender de las lecciones del pasado, conocer los riesgos y sus raíces, reducir sus eventuales daños y fortalecer la capacidad de recuperación. Santiago es una ciudad (y Chile es un país) resiliente porque sus habitantes nacen con una cicatriz en los genes, una que viene desde nuestros pueblos originarios, esos que le hicieron casi imposible la misión a los conquistadores y que a la larga significó heredarnos una mezcla cultural, un mestizaje que combina al español testarudo y aventurero, al indígena repleto de coraje, así como a los esforzadísimos inmigrantes alemanes, croatas, palestinos, italianos, judíos, sirios, coreanos y que, ahora, suma a peruanos, dominicanos, argentinos, haitianos, venezolanos, colombianos y ecuatorianos que dejan todo atrás para llegar a esta larga, angosta y lejana faja de tierra. Somos aperrados. Aguantamos más. Aprendemos de nuestra geografía desafiante. ¿O acaso no tenemos ingenieros estructurales de nivel mundial? Y, quizás, algo igual de importante, somos solidarios en estas crisis. La red de WhatsApp que tenemos con los vecinos de la calle fue un constante ir y venir de ayuda y contención. Se fue la luz y llegó la generosidad. Me quedo con eso. Con la capacidad de reacción que tenemos como país. Con el cuero duro que caracteriza a nuestros compatriotas. Con las redes que forman los ciudadanos para enfrentar la adversidad. Me quedo con el vaso medio lleno.