Esta semana se cumplieron 99 años del nacimiento de Violeta Parra. Hasta hace doce meses, cuando se inauguró el museo en pleno centro de Santiago que muestra algunas de sus fantásticas arpilleras, no había nada en la capital de Chile para homenajearla, salvo su humilde tumba en el Cementerio General. Esa a la que hay llegar preguntando, pues no existe ninguna señalética que indique el lugar donde se encuentra.
Hemos sido ingratos con una de las mujeres más importantes en la historia de Chile, incansable estudiosa de nuestra identidad, la primera latinoamericana en exponer su obra en el Museo del Louvre, compositora de algunas de las piezas más relevantes en la historia del folklore chileno, creadora de un centro cultural de arte popular en una carpa de la comuna de la Reina y más, demasiado más. No le hemos dado a Violeta lo que se merece. Y lo poco que tuvo, se lo quitamos. Como esa carpa, la de La Reina, en un terreno que le regaló el alcalde de esos tiempos, Fernando Castillo Velasco. En ese lugar vivió Violeta sus últimos años, antes de suicidarse el 5 de febrero de 1967. Fue allí donde se realizó la Capilla Ardiente y donde el pueblo la despidió. Un hito tremendo en la biografía de Violeta, donde «hoy hay un complejo habitacional y un supermercado. Ya apenas cantan los pájaros», decía el ex alcalde Castillo Velasco en un reportaje de la periodista Gabriela García en La Tercera. Ni rastros de nuestra Violeta.
Sigamos con el ninguneo a quien debiera ser nuestra ídola nacional, candidata tan competitiva como Neruda a llevar el nombre del aeropuerto más importante de Chile. Suena lejano, ¿cierto? Y este hecho demuestra a cuántos años luz estamos de hacer justicia. A fines de la década sesenta, poco después de la muerte de Violeta, se empezaba a trabajar en el diseño del Metro de Santiago. Al momento de ponerle nombres a las estaciones y un símbolo para poder diferenciarlas, “se decidió bautizar la primera estación de la línea como Violeta Parra”, cuentan en el blog Urbatorium, usando como imagen la típica guitarrera de Quinchamalí. Pero claro, el Metro se inauguró finalmente en 1975, y entonces “el régimen militar se permitió la revisión de los símbolos que eran característicos en la izquierda y la estación Violeta Parra fue cambiada por San Pablo, incluyendo el dibujo de la guitarrera”, agregan en el blog. Lamentable pero no tan sorprendente, pues cabe dentro de la lógica de una dictadura.
Mucho más triste, en cambio, es que llevemos 26 años de democracia y en estas casi tres décadas no hayamos sido capaces de devolver a esa estación de metro su nombre original. ¡Qué esperamos para que San Pablo se renombre Violeta Parra, como siempre debió haber sido!. Y qué esperamos para hacerle a Violeta un monumento, ya sea una escultura o un mausoleo, en el Cementerio General para honrarla como corresponde, y, por mientras, al menos indicar su tumba con claridad para que chilenos y extranjeros sepan dónde está enterrada nuestra gigantesca artista. ¿Alguien conoce alguna de las escasas calles de Santiago que se llaman Violeta Parra? Muy pocos, sin duda. Es hora de que una avenida grande, una doña calle lleve el nombre de esta mujeraza. ¿Puede una empresa de turismo ofrecer un tour por los lugares donde compuso, tocó, creó y vivió Violeta en Santiago, desde que dejó su vida en el sur? Difícil, mientras no hagamos la pega de identificar esos espacios, demarcarlos y convertirlos en patrimonio cultural. Sin memoria, no hay identidad posible. Es un logro, hay que reconocerlo, que -después de años de postergaciones que tuvo el proyecto- hoy exista el Museo de Violeta en calle Vicuña Mackenna. Y es una excelente idea que el Consejo de la Cultura haya decidido festejar el Día de la Música en el natalicio de Violeta. Se valora. Se aplaude. Pero es sólo el comienzo. Falta mucho para darle a Violeta Parra el lugar que se merece.