“Grafiti. Del italiano graffiti. Firma, texto o composición pictórica realizados generalmente sin autorización en lugares públicos, sobre una pared u otra superficie resistente”. Así describe le Real Academia Española esta palabra tan usada últimamente. Primera novedad: está castellanizada, es decir, ya no debemos escribirla con dos efes, como en inglés. Segunda novedad: si grafiti es una firma (tag se llama en lenguaje grafitero), texto (Bubble letters o Throw ups son algunas formas de llamar a los muchos tipos que hay) o composición pictórica, significa que bajo el mismo paraguas semántico cabe lo que tantos odian (los rayados del Museo de Arte Contemporáneo del Parque Forestal, recientemente borrados, son un ejemplo) así como las fantásticas obras urbanas de chilenos consagrados como Inti, Cekis o Dasic Fernández.
Interesante, ¿no? Grafiti, es entonces, al menos dos cosas. Un atentado a la ciudad y/o un homenaje a la ciudad. Complejo. Como para empezar a pensar que debemos sofisticar nuestras opiniones. “Qué terrible los rayados que hicieron esos muchachos, debieran aprender de los artistas que participaron en el Festival Puerta del Sur” suena mejor que generalizar y decir “Malditos grafiteros que ensucian todas las paredes”. Sumemos elementos a la discusión. Hace un par de años, Santiago fue elegida entre las 26 mejores ciudades para ver grafitis y murales en el mundo, según el Huffington Post. En barrios como Yungay, Bellas Artes, Vicuña Mackenna y Lastarria se pueden encontrar centenares de paredes con obras de alto valor estético.
Y en la comuna de San Miguel está uno de los mejores museos de arte urbano al aire libre de Latinoamérica. Es decir, sobra el buen grafiti en nuestra capital. Pero el asunto es más complicado aún, pues lo cierto es que las murallas han sido rayadas desde los inicios de la humanidad. Eso es el arte rupestre, que en vez de spray usaba polvos de colores y un hueso hueco para soplar. Antes eran las cavernas, ahora son las paredes. Nos complica esta forma de comunicación porque es ilegal, anónima (salvo que descubramos al autor de la firma) y egocéntrica. Pero lo cierto es que, a pesar de su aparente anarquía, el grafiti tiene códigos. El grafitero respeta, por lo general, una pared que ya ha sido “tomada” hasta que el paso del tiempo o la exposición al sol empiezan a hacerla reconocible. No se falsifican las firmas. Y siempre está claro que el street art es provisorio: nadie pretende que su obra, sea un simple rayado o una belleza figurativa que tomó tres días, permanezca en el tiempo. Un último apunte. ¿Por qué aceptamos como natural y válida la publicidad en vía pública (paletas, pendones, letreros, monumentales) y reclamamos contra los rayados? ¿Acaso nos parece muy estético un lienzo recorriendo y tapando por completo la vista del Puente Pío Nono? Es algo a lo que los grafiteros más intelectuales nos invitan a reflexionar antes de lanzar nuestro próximo grito de rabia frente a un nuevo rayado en la urbe.