Desde 1964 se levanta en medio del cerro Los Piques una de las construcciones más hermosas, austeras y conmovedoras de Santiago. Un lugar que se puede visitar fácilmente y que todos debiéramos conocer.
Supongamos que alguien nos presentara el lugar de la siguiente manera: está en un cerro llamado Los Piques, sus arquitectos son dos monjes de más de ochenta años y el edificio es completamente blanco. Probablemente, muy pocos sabríamos de qué nos están hablando. Pero si, en cambio, nos dijeran que se trata de la iglesia de un monasterio, que es una de las joyas de la arquitectura moderna latinoamericana, la primera obra moderna declarada monumento nacional en Chile (1981) y que ha sido citada, admirada y aplaudida por infinidad de publicaciones, entonces ya tendríamos más elementos para entender sobre qué trata el asunto. La Iglesia del Monasterio de los Benedictinos, inaugurada en 1964 en el sector de Los Domínicos, es todo eso y mucho más. Es un ejemplo de belleza paisajística, de cómo usar la luz para crear atmósferas de reflexión y al mismo tiempo ser sustentable, de austeridad y perfección minimalista, de oficio arquitectónico, de cómo un lugar puede estar simultáneamente enclaustrado para permitir la introspección de sus habitantes y abierto a quien lo quiera visitar.
“Esta obra supo recoger una reflexión larga en torno del tema eclesiástico y un modo muy particular de concebir una arquitectura moderna. Una de las decisiones importantes de sus arquitectos fue la interpretación, con talento y originalidad, del sentido de una década de búsqueda colectiva en torno de estos temas”, explican en el sitio Plataforma Arquitectura. Fue efectivamente extenso el proceso que permitió la existencia de este lugar. Antes de llegar al cerro Los Piques, al cual se ingresa por la calle Montecassino desde Camino Otoñal, la orden de los Benedictinos tenía domicilio en la chacra Lo Fontecilla y luego, desde fines de la década de los treinta, en el lugar donde hoy se encuentra el Hospital de la FACH. Es decir, en plena avenida Las Condes. “El edificio había sido construido en 1939, diseñado por el arquitecto Juan Lyon, cuando la zona todavía era rural, pero con el pasar de los años se había urbanizado”, cuenta en la revista Mármol el hermano Martín Correa (1928), coautor junto al padre Gabriel Guarda (1928) de la iglesia que luego se haría en el cerro isla que hasta hoy los cobija.
Fueron decisivos dos nombres para que la orden de los Benedictinos pudiera encontrar la paz y la tranquilidad, la cuales veían disminuir día a día en Las Condes. Nos referimos al apoyo de la Abadía de Beuron, en Alemania, así como el Padre Pedro Subercaseaux. Fue este connotado pintor, autor del gran mural de la Bolsa de Comercio y de los frescos que hay en el actual Tribunal Constitucional (entre muchas otras obras), quien convenció a un grupo de la abadía alemana de venir a Chile a trabajar con él. De esa manera, en 1948 llegaron a nuestro país. Una vez comprado el terreno en el actual barrio de Los Domínicos, se llamó a concurso a cuatro oficinas de arquitectura, todas muy destacadas, para desarrollar la propuesta de un edificio en ese nuevo y alejado lugar de Santiago: la de Sergio Larraín García Moreno (edificio Barco, edificio Oberpaur) y Emilio Duhart (edificio de la CEPAL); la de Juan Lyon (Campus Oriente de la UC) y Juan Echenique (edificio IBM) y el peruano Paul Linder; la de Hernán Riesco (Capilla Liceo Alemán de Los Angeles) y Jorge Larraín (ídem); y la de Jaime Bellalta asociado a León Rodríguez, Octavio Sotomayor y Fernando Mena.
“Nos estaba vedado ver los proyectos y opinar, pero mi interés era demasiado grande y pude filtrarme brevemente aunque lo suficiente para poder formarme una opinión. Bastaba una mirada atenta para darse cuenta de la superioridad del proyecto de Bellalta y asociados. Se veía que habían estudiado la espiritualidad benedictina y conversado en profundidad con los monjes locales. Sin embargo, yo sentía que la inclinación de la comunidad era hacia proyectos más tradicionales, más en la línea de los monasterios europeos”, explica Martín Correa en una entrevista que le hizo Patricio Gross en la revista AOA. Y agrega que “un día se abrió una ventana. Sabiendo que venía de (la carrera de) Arquitectura, en diferentes momentos dos padres me preguntaron mi opinión y pude expresarme plenamente. Hasta ahora pensaba que mi opinión había sido decisiva, pero en estos días he podido acceder a una crónica de esa época que dice que Hernán Monckeberg (asesor técnico del concurso) explica a la comunidad los distintos proyectos y encuentra muy interesante el de Jaime Bellalta”.
Finalmente, ese fue el proyecto aprobado y el 26 de marzo de 1954 se colocó la primera piedra del nuevo monasterio. ¿Qué sucedió para que, casi una década después, el encargo de proponer la iglesia del monasterio recayera en dos miembros de la misma orden? “Gracias a una donación importante se planteó la opción de edificar la iglesia. Para entonces Jaime Bellalta se había ido a Inglaterra con su esposa y en 1958 había entrado al monasterio mi compañero en Arquitectura, Gabriel Guarda. Entonces el prior (abad), Padre Adalberto Metzinger, nos consultó la posibilidad de que ambos asumiéramos el proyecto. Mi respuesta fue que al no estar Jaime correspondía pedir un Anteproyecto al Instituto de Arquitectura de Valparaíso. Así se hizo, y presentaron un trabajo que cambiaba totalmente lo hecho anteriormente por Jaime. Como la autoridad no lo aprobó, recayó sobre nosotros el encargo”, agrega Correa. Dueño de una modestia genuina e ilimitada, no es difícil creerle a este miembro de la orden de los Benedictinos que dudara en aceptar la decisión. Sólo cuando Gabriel Guarda instaló una mesa de dibujo, compró papel mantequilla y lápices, Correa decidió aceptar la orden superior: había que diseñar y construir.
Inspirados en la obra del monasterio de Jaime Bellalta así como en el gurú mundial en la arquitectura de esa época, Le Corbusier, “optamos por un espacio cerrado al exterior, por tentador que fueran los paisajes que nos rodean. Un espacio interior que a su vez no fuera claustrofóbico”. Para lograrlo recurrieron a ventanas escondidas pero que dejan entrar la luz de manera indirecta, la que además varía durante el día, marcando el tono cromático de los siete momentos en que realizan las liturgias. No hay que ser arquitecto, diseñador ni artista para sentir la atmósfera de belleza y austeridad que provoca el interior de la iglesia. Desde que se entra al edificio blanco, y se empieza a ascender por el pasillo, algo nos sucede. Será el brutalismo de las paredes de hormigón, el juego de sombras y luces, la geometría penetrante o el absoluto minimalismo, o todo eso combinado, pero lo cierto es que rápidamente notamos que hemos penetrado una obra de arte.
¿Qué es lo primero que vemos a corta distancia? Tal vez la escultura de la virgen más hermosa que hay en Chile. Su historia es magnífica. Así lo explica el gran escultor Francisco Gazitúa en el sitio Café Virtual. “Mi primera experiencia en escultura pública fue esta virgen. Tenía 24 años en 1968. Fue un encargo para mi maestra Marte Colvin, de quien era ayudante en su cátedra de la Universidad de Chile. Marta se fue a trabajar a su taller de París y me dejó el encargo de realizar una virgen de piedra a tamaño natural. Desde una pequeña maqueta de yeso, los monjes-arquitectos recomendaron el cambio a un material más liviano. Tuve que cambiar de piedra a madera, por la resistencia a la loza. Trabajé aquí durante tres meses, en la carpintería de la abadía, con lo que había. Con la madera de álamo de los moldajes para los muros de concreto del templo, construí la imagen con pequeños y grandes trozos de madera, haciendo eco de las líneas marcadas en el hormigón del muro de las mismas tablas”.
En las 14 páginas que dedica a Chile el libro “Latin America in Construction, Architecture 1955-1980”, editado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), la obra de los monjes arquitectos tiene un lugar destacado junto al edificio de la CEPAL y la Unidad Vecinal Portales, y por sobre el edificio para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo en el Tercer Mundo, (UNCTAD III) que hoy es el GAM, la Ciudad Abierta de Ritoque y el edificio de Copelec de Chillán. Tanto así, que en una exposición sobre arquitectura latinoamericana realizada en el Moma hace dos años y que da origen al libro recién mencionado, la iglesia del Monasterio fue elegida para ser mostrada a través de una maqueta hecha especialmente para la ocasión por la firma chilena Constructo.
Los elogios vienen del mundo entero. Los reconocimientos, como haber sido declarada Obra Bicentenario de Chile en 2009, también. Y la cantidad de tesis que ha inspirado este proyecto es difícil de contabilizar. ¿Un ejemplo? “La iglesia del Monasterio Benedictino de la Santísima Trinidad de Las Condes. La luz como generatriz del espacio moderno litúrgico”, se llama el trabajo doctoral del arquitecto Rubén Muñoz, para la ETSA de la Universidad de Sevilla, España. Obra cúlmine de la arquitectura moderna chilena y una de las más importantes a nivel latinoamericano, no sólo se trata de un ejemplo de diseño. Es, antes que todo, una de las muestras más sublimes de amor por el lugar, de dedicación abnegada y de una humildad difícil de conseguir para quienes vivimos fuera del claustro. Mire cómo lo explica Martín Correa. “Es evidente que nuestra iglesia no tiene relación alguna con la capacidad de quienes intervenimos. Aquí se nos dio un regalo de lo alto, porque en nuestra indigencia, al menos yo, lo pedí con ahínco”.