Una_chingana_-_Chile
Una_chingana_-_Chile

¡Basta de prohibir la chingana!

Nos falta poco para cumplir 180 años tratando de arruinarle la fiesta al chileno. Ya sea la chingana, ese lugar donde se tomaba y se bailaba cueca en el siglo XIX, la ramada o la fonda, hemos hecho todos los esfuerzos posibles por reprimir la juerga, la noche, la diversión y los buenos vicios en este país. Y digo buenos porque, sin espacio para sublimar la tensión o el descontento a través del baile, el trago y el encuentro social, lo que nos queda es acudir a los otros vicios, esos que cada vez son más comunes por estos lados: desde destruir buses cuando celebramos hasta drogarnos y emborracharnos en la calle. No hay que agarrar un libro de historia para introducir este tema. Basta ver las medidas que empiezan a regir desde octubre en Providencia respecto del horario de cierre de bares, discotecas y botillerías, para entender que a esa comuna se le acabó la fiesta. Más gráfico aún es el horario de cierre que impuso la Municipalidad de Santiago respecto de las fondas del Parque O´Higgins, las cuales han tenido que cesar su funcionamiento a las dos de la mañana durante este fin de semana largo. Medidas draconianas de parte de dos alcaldesas progresistas, verdaderas paradojas de la vida. Pero la biografía de represiones y bofetadas a las libertades individuales y a la posibilidad de divertirse del chileno comienza hace mucho tiempo. Fue en 1836 que el Ministro del Interior, Diego Portales, un verdadero crack del autoritarismo político, decidió erradicar las chinganas explicando que se trataban de “un aliciente poderoso a ciertas clases del pueblo, para que se entreguen a los vicios más torpes y a los desórdenes más escandalosos y perjudiciales”. Tanto le molestaban estos espacios sociales al primer Rector de la Universidad de Chile y redactor del Código Civil, que en «El Araucano» de 1835 decía “¿Cuál puede ser el atractivo que ofrezcan las chinganas para la primera clase de la población de Santiago?, ¿Se ha prostituido a tal extremo el gusto de la juventud, el de las señoras y el de los hombres en general, que no asistan al teatro para buscar su diversión en esos lugares destinados a la desenvoltura de las maneras soeces de la plebe?”. Una bofetada a nuestra idiosincrasia que lleva casi dos siglos pues, como dice el historiador Gabriel Salazar, las chinganas eran un espacio donde se gestaban las identidades populares. No sólo eran creadas, en su mayoría, por mujeres solas y abandonadas, algo tan habitual en nuestra biografía “guacha”, sino que cumplían un rol determinante a la hora de sociabilizar, de divertirse, de comer, beber, bailar. En otras palabras, de jugar, desahogar pasiones y relacionarse con el otro. No pasó mucho tiempo hasta que Benjamín Vicuña Mackenna, Intendente de Santiago, decidió instalar una “Fonda Popular”. Suena bien, pero el verdadero sentido de esta medida tomada en 1872 era controlar “algunas actitudes destempladas habituales en las chinganas”, explica el arquitecto Carlos Maillet, quien hizo su tesis de grado en el legado urbano de Vicuña Mackenna. Al reglamentar las chinganas públicas y aplicar criterios como que éstas debían terminar a la medianoche, lo que sucedía era que la juerga terminaba trasladándose al otro lado del Mapocho para, finalmente, comenzar un lento proceso de extinción. “Los que no aprendían (el nuevo afrancesamiento que se imponía en el país, N. de la R.) debían instalarse fuera del centro, en las quintas de recreo de Bellavista, o más abajo en La Chimba, o allá por San Pablo saliendo a Valparaíso; en los bordes y periferias, en los márgenes de la ciudad o fuera de ella, dejando el centro como símbolo de un nuevo modelo de vida”, explica Miguel Laborde en su fantástico libro “Santiago, región capital de Chile: Una invitación al conocimiento de espacio propio”. O, en palabras de Benjamín Vicuña Mackenna, fuera de la “ciudad decente”. Allá iniciaban su ostracismo los arrabales, poblados de ranchos, chicherías y chinganas. Más precisamente, “… situado al barlovento de la ciudad, sea solo una inmensa cloaca de infeccion i de vicio, de crímen i de peste, un verdadero ‘potrero de la muerte’, como se le ha llamado con propiedad”, escribió el ex Intendente en 1872. Él creía que para la “regeneración del pueblo” había que cambiar las conductas. Algo no muy distinto de lo que se decide por estos días en dos de las comunas más importantes del Santiago actual. ¿A alguien le extraña, entonces, que Chile sea uno de los pocos países del mundo que no tienen carnaval en febrero? Nos han robado la noche y nos siguen quitando la chingana. Nada bueno puede salir de eso.

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