Una de las maneras más rápidas para entender la trascendencia que logró la artista chilena Marta Colvin (1907-1995) o «Martista», como la bautizó Pablo Neruda, es señalando a su gran maestro. El inglés Henry Moore, uno de los más importantes escultores de todos los tiempos, le permitió a Marta ser su ayudante, le consiguió una beca, la presentó a otros importantes intelectuales europeos y la obligó a viajar por Latinoamérica para repensar sus orígenes ancestrales, después de decirle «¡por qué vienen ustedes a estudiar a Europa esperando encontrarlo todo, si poseen una tradición tan rica para investigar e inspirarse!». Antes de llegar a eso, esta mujer nacida en Chillán tuvo que quemar varias naves. Primero, y debido al terremoto de 1939 que destruyó su casa, se vino con su marido –con el que se había casado a los 15 años – y sus tres hijos a Santiago. Luego se inscribió en la Escuela de Bellas Artes de la U.de Chile y se convirtió en profesora titular. Más tarde, a fines de los años 40, y gracias a que se convirtió en una de las primeras chilenas becadas por Francia, dejó a su familia en Chile y se fue a la Academia Grande-Chaumière de la capital francesa. Era que no, Marta fue víctima del pelambre y del prejuicio de la sociedad chilena porque su perfil de artista, por talentosa que fuera, no se condecía con lo que se esperaba de una dueña de casa. “La decisión de dejar Chile para estudiar y dedicarse al arte, mientras acá se quedaban sus hijos –adultos, pero solteros, sin familia armada– no fue bien visto, sobre todo tratándose de una mujer”, se relata en una entrevista a su nieta, Patricia Mey, en El Mercurio. Claro, el de Marta Colvin era un camino poco tradicional en un periodo de plena hegemonía masculina. Reconocida en 1970 con el Premio Nacional de Arte y ganadora del Primer Premio de Escultura de la Bienal de Sao Paulo en 1965, esta poderosa fémina de sangre irlandesa por el lado paterno y chilota por el lado materno, trabajaba la piedra como pocos artistas lo han logrado. Era su material predilecto, lo que no le impedía hacer fantásticas esculturas en madera, bronce y terracota. “Yo también me he preguntado qué me impulsa a buscar la monumentalidad a través de la piedra, como mi material de preferencia», dijo en una entrevista, «y me he respondido que es el encantamiento de la cordillera de Los Andes, que desde mi niñez me subyugó». Tan incansable fue su labor con la piedra, que fue encorvándose debido al enorme esfuerzo corporal que implicó tallar en forma directa. Si hay un lugar preciso para apreciar su obra inmortal es el Museo Marta Colvin de Chillán, que queda en el Campus Fernando May de la sede de esa ciudad de la U. del Bío-Bío. Y no es casualidad que el campus lleve el nombre del marido de Marta Colvin: se emplaza en el terreno del antiguo Fundo El Mono, propiedad de quien fuera padre de todos los hijos de la gran escultora y que fue cedido a la universidad. El museo está abierto de martes a sábado de 10.00 a 12.30 horas y de 14.30 a 18.30 horas.